El flequillo de siempre y la mirada pícara. Ya en esa época, ahí por los 8 años en su Zapala natal, le decían Huevo: por los chichones que se hacía en la cabeza. Marcos Javier Acuña jugaba a la pelota todo el día, siempre bajo la suela como en esa foto que todavía guarda Sara, la mamá. No fue un tocado por la varita mágica: se rompió el lomo y pasó decenas de pruebas -en varios clubes y en la calle- hasta convertirse en la estrella que es hoy. En Ferro ya tiene ganado un lugar en la historia.
No solo porque su pase a Racing -en 2014- fue el más caro de la historia del club y porque llegó a jugar nada menos que un Mundial. Acuña es el modelo de pibe humilde y responsable, que no se olvida de sus orígenes y mantiene su compromiso con Ferro. Llegó a Caballito de grande, a los 17 años, después de haber intentado sin éxito por Boca, Tigre, Quilmes... Perseverante, el Huevo la rompió en divisiones inferiores y debutó tres años después, como lateral, una tarde de triunfo contra la CAI, en Comodoro Rivadavia; él, que siempre había viajado a Buenos Aires en micro, ese día se subió también por primera vez a un avión.
El periodista Fabricio Abate, de La Mañana de Neuquén, hizo una serie de notas hermosas sobre la infancia del Huevo. Cuenta que, petiso y todo, Acuña jugaba hasta cuatro partidos por día, bancando patadas de rivales más grandes. Entre las primeras canchitas estuvo una a la vuelta de la casa donde vivía: el playón del popular barrio de Independencia, que hoy lleva su nombre. Entonces apareció el entrenador que le vio un talento diferente, Patricio “Cubilla” Maliqueo, y lo reclutó para el modesto Olimpo, de la liga local. Don Bosco, finalmente, se lo llevó para jugar un campeonato provincial.
Y de ahí vino a Ferro. El Huevito Acuña jugó 117 partidos, marcó 5 goles y se abrió un camino con la 10 en la espalda. Cuando viene a Buenos Aires, suele aparecerse por la platea del Templo de Madera.