Hace 50 años no se vendían camisetas de fútbol como ahora, que desde el celular se pueden conseguir la titular, la suplente o la suplente de la suplente de cada club. Los pibes de entonces -los que podían- a lo sumo se ponían remeras sin marca, de algodón, con números cosidos a mano y comprados en una sedería. Una camiseta verdadera -la que usaban los jugadores- solo podía llegar de la mano de Papá Noel o con un milagro parecido.
Para la Navidad de 1970, Gabriel Lorenzo era un pibe que, como todos en el barrio, había festejado el regreso de Ferro a Primera. Ese verano estaba de vacaciones en Miramar. El partido definitorio -la goleada a Quilmes por el Reducido- lo escuchó por radio desde allá. El 24 de diciembre a la noche, se encontró en el arbolito con este regalo imposible: la camiseta que Reynaldo Silvio Aimonetti, el goleador del equipo, vistió aquella tarde del ascenso.
La mismísima número 7 del Chuchi Aimonetti había viajado desde Buenos Aires a la costa guardada, un rato antes de la Noche Buena, en un papel rústico, como para disimular que se trataba de un tesoro. "Era un paquete de papel madera. Cuando lo abrí y la vi, no lo podía creer", recuerda Gabriel. Se la puso de inmediato y la usó unas cuantas veces. Como evitar hacer facha con semejante belleza...
El padre, Manuel, era en aquel momento el presidente de la subcomisión de fútbol de Ferro: el Negro Lorenzo, un tipo muy querido en el club, que ocupó distintos cargos en la comisiones directivas De Santiago Leyden. Antes del partido con Quilmes, ese diciembre de 1970, le había pedido la camiseta a Aimonetti para su hijo. Aimonetti se comprometió a regalársela y la defendió de los hinchas al momento de la vuelta olímpica.
Esa tarde hizo dos goles. Hoy socio vitalicio, jubilado como comisario de abordo de Aerolíneas Argentinas, Gabriel Lorenzo guarda la camiseta 7 de Aimonetti como prueba de que los milagros de Navidad existen.